
Llegó noviembre a Huaquechula. Llegó hace un año y llegó otra vez ahora, hace poquísimos días.
La gente se preparó mucho para sus velorios. Prepararon grandes altares y trajeron todo lo que sus muertitos podrían querer. Éstos, glotones y hambrientos tras el ayuno, regresaron a comer y beber y fumar. Se empacharon y, pasadas unas horas, se fueron de vuelta al mundo de la ausencia.
Aquí se quedó la gente como la mamá que perdió un hijo o el hijo que perdió una mamá. Se quedaron frente al altar con la esperanza de que a su destinatario le haya agradado. Le dieron el regalo a sus muertitos con la esperanza de un día recibir algo igual cuando les llegue la hora del velorio.
A mí ayer me tocó asistir a algunos velorios. Físicos y emocionales. Uno vino acompañado de lágrimas. Otro, de un poco de indiferencia. El último vino lleno de la certeza de que así está mejor, muchísimo mejor. Y de que así todo queda bien acomodado.
Hoy desperté más ligero, y con ganas de decir algo a quien sigue aquí presente, lejos de entierros.
y lo dije, queriendo ser escuchado.